Otro ejemplo: supongamos que resolvemos una ecuación sencilla, por ejemplo, de primer grado con una incógnita. Su resolución se basa en unas pocas propiedades de las igualdades que comprendemos intuitivamente, como que si a los dos miembros de una igualdad los sometemos a las mismas operaciones (les sumamos o restamos la misma cantidad, o los multiplicamos o dividimos por un mismo número) obtendremos otra igualdad. Aplicando estas propiedades sucesivamente, obtenemos el valor numérico de la incógnita. Y ahora surge la maravilla: si sustituimos el valor hallado en la ecuación original y hacemos las operaciones correspondientes en cada miembro de la ecuación, ¿qué obtendremos? Obviamente, obtendremos una igualdad. No importa con cuantas ecuaciones probemos o cómo sean de complicadas: si las hemos resuelto correctamente, sin cometer ningún error, sabemos que cuando sustituyamos el valor de la incógnita vamos a obtener al final una igualdad; y si no obtenemos una igualdad, sabemos ciertamente que hemos cometido algún error, bien en la resolución de la ecuación o bien en la comprobación. En realidad, sabemos a priori y con absoluta certeza que, si hemos resuelto correctamente la ecuación, cuando realicemos la substitución vamos a obtener una igualdad; si realizamos realmente la substitución será a modo de comprobación, y no porque dudemos de las propiedades de las igualdades que hemos aplicado, que sabemos que son absolutamente ciertas.
En esta certeza absoluta, en nuestra confianza en las verdades matemáticas una vez comprendidas, en esta armonía entre las propiedades abstractas y los resultados concretos, radica para mí al menos una parte de la belleza de las matemáticas. Las matemáticas expresan una verdad absoluta, lógica, cierta, más allá de cualquier duda, que se basa en el poder de nuestro razonamiento. Las verdades matemáticas siempre son coherentes, y los resultados concuerdan siempre unos con otros (una teoría matemática basada en unos axiomas de los cuales se deduzcan resultados contradictorios será inmediatamente rechazada). Cuando explico a mi hijo de trece años las matemáticas escolares le digo que las matemáticas son bellas porque siempre son verdaderas, siempre nos son fieles, nunca nos engañan, nunca nos fallan; por tanto, nosotros tampoco podemos intentar engañarlas: si intentamos resolver una ecuación (o resolver cualquier problema) “por la vía rápida”, saltándonos las reglas, haciendo trampas, obtendremos un resultado incorrecto, y cuando intentemos hacer la comprobación ésta resultará negativa.
Esta verdad y esta coherencia profundas se encuentran más allá de nuestro mundo real; son propiedades de entes abstractos, de los “objetos” ideales del mundo platónico. En cambio, nuestro mundo real está siempre sujeto a la incertidumbre y a la imperfección (que también tiene su parte de belleza, pero de otro tipo), y sólo por aproximación se asemeja a este mundo platónico. La longitud de la circunferencia es igual a “dos pi erre” (con un valor de pi con infinitas cifras decimales y que además coincide –otra maravilla– con el valor de una abstrusa integral del análisis matemático) sólo para las circunferencias del mundo platónico; la circunferencia de cualquier objeto de nuestro mundo real con forma “circular” sólo alcanzará dicho valor de manera aproximada, porque siempre contiene irregularidades. Y es ese sentimiento de verdad y de perfección absoluta la que otorga una parte de belleza a los entes matemáticos del mundo platónico.
Mi acercamiento a las matemáticas es únicamente a nivel de aficionado, pues mi profesión y mis otras aficiones van por caminos muy diversos. Mis conocimientos de matemáticas no van más allá de lo que se estudia en primero o segundo curso de físicas –la física y las matemáticas siempre han hecho una excelente pareja–. Pero puedo asegurar que la sensación de verdad absoluta, de coherencia global, es básicamente la misma que he indicado para los casos elementales, quizá más refinada conforme el contenido se va haciendo más complejo. Cuando entendemos una demostración más o menos complicada, cuando resolvemos un problema físico o matemático y vemos que la solución ha de ser necesariamente correcta porque concuerda con otros aspectos de la teoría, cuando apreciamos la armonía de una rama matemática, no podemos dejar de experimentar un sentimiento de goce y de satisfacción, como una especie de visión momentánea del mundo de perfección platónica que se nos ha mostrado por unos instantes, como un instante de contemplación y de acercamiento a la belleza y a la verdad en el sentido más absoluto.
No espero haber convencido a nadie con mi torpe palabrería, y supongo que todos aquellos que odian las matemáticas continuarán odiándolas. Sólo espero haber expresado mis sentimientos personales respecto a la belleza matemática, y hacer comprender que los que amamos las matemáticas no somos “bichos raros”. Nuestro sentimiento es comparable quizá a quien percibe la belleza a través de una fuga de Bach, de una sinfonía de Beethoven, de un cuadro de Rafael o de Picasso, de una catedral gótica, de la lectura de un poema o de una novela o de la contemplación de un cuerpo hermoso, o simplemente sintiéndose al lado de la persona amada. Afortunadamente, y como dice el aria famosa de Tosca, en el mundo existe una “Recondita armonia di bellezze diverse!”... Y no necesariamente las “bellezas diversas” son siempre incompatibles entre sí.
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